Era un hermoso fin de semana en el sector El Faro, lugar
donde residen los uniformados de la marina encargados de sostener
los faros. Hasta ahí había llegado un matrimonio
con su hijo de unos nueva años. Este niño rubio, recorría
el sector de un lugar a otro para satisfacer su curiosidad. Una tarde
se reunió con otros chicos de su misma edad y se fueron a jugar
en un rincón a la orilla de la montaña, quebrando palos,
juntando flores, escudriñando insectos y corriendo sin cesar.
De pronto, se desata una gran tormenta, esas que en el invierno
no dan ganas ni de asomar la punta de la nariz, con truenos, relámpagos,
lluvia y fuertes vientos que arrastran todo lo que pillan de un lugar
a otro. Los chicos, al ver que oscurecía y, sabiendo lo que
se venía, no dudaron ni un segundo para alejarse e irse a sus
casas, pero el muchachito forastero o el continental,
como lo llamaban los otros, no le dio ni importancia y siguió
explorando, aún escuchando las llamados y advertencias de sus
amiguitos que corrían a toda velocidad campo abajo para llegar
pronto a sus casas.
Al llegar la tarde, los padres del niño, viendo
que su hijo no regresaba, empezaron a preocuparse y salieron a mirarlo
por los alrededores del lugar. Como oscurecía rápidamente,
decidieron salir en su búsqueda preguntando incluso en las
casas de los vecinos si es que lo habían visto, pero nada.
El miedo y la desesperación empezaron a hacer
presa de ellos, llegando a pensar que a su hijo le avía sucedido
algo grave. Solicitaron la ayuda a los vecinos, quienes, reuniéndose
con antorchas, lámparas y formado grupos de cuatro o más
personas, empezaron la búsqueda.
Los gritos y llamados resonaban por todos los rincones. De vez en cuando, el viento arremolinado, apagaba las
lámparas y no permitía que los gritos fueran escuchados.
De pronto empezó a llover con tal fuerza que fue imposible
seguir con la búsqueda y debieron regresar con la tristeza
y la desilusión pintadas en los rostros de aquellas gentes
que nada podía hacer frente a la implacable naturaleza que
se negaba a darles la oportunidad de encontrar al extraviado niño.
Llovió durante dos días y los padres del
muchachito, con la esperanza renacida, comenzaron otra vez la búsqueda,
solicitando la ayuda a las autoridades y vecinos que igual que la
primera vez, quisieron colaborar. Comenzaron a buscar por los alrededores
y en los bosquecillos que encontraban camino del lugar donde el niño
había desaparecido.
Cuando de pronto, vieron humo a los pies de la montaña.
Corrieron en esa dirección sin detenerse y, cual sería
su sorpresa al encontrar al pequeño durmiendo tranquilamente
a la orilla de una fogata, totalmente seco y sin un rasguño
en la piel. Le despertaron y el niño les mira como si nada
hubiese sucedido, pero al ver los rostros asustados de quienes lo
observaban, recordó todo y contó a sus padres y vecinos
que cuando comenzó a llover, el se asusto y al no ver a sus
amigos, comenzó a llorar desesperadamente.
Entonces, apareció frente a el un hombre muy alto y delgado
que vestía entero de negro y quien lo invitó y le llevo
a un lugar desconocido para él, donde había mucho fuego.
Este caballero de negro, como lo denomina el niño,
le había dado de comer sin decir nada. Luego, se había
quedado dormido, para despertar en el lugar donde fue encontrado sano
y salvo.
Los que escucharon el relato, sobre todo los mas ancianos,
rezaban y hacían la señal de la cruz, temerosos de que
el Hombre de Negro volviera al lugar a buscar al pequeño.
El joven, después de relatar lo sucedido, volvió a la
casa para descansar y luego hacer sus maletas y regresar al continente.
Los ancianos del lugar aseguran que aquel Hombre
de Negro no era otro que el mismísimo Lucifer que ronda
las oscuras noches frías de invierno, buscando un alma para
llevársela con él.
Nota: Esta leyenda fue recopilada por el alumno
Gregorio Joaquín Guzmán Cruzat, de 5to año básico,
de la escuela G-501 de la isla el año 1992 y fue seleccionada
para un concurso organizado por la Corporación Cultural de
Amigos del Museo Mapuche de Cañete, Octava Región.